"50 años, 50 relatos" | Pablo Oyarzún, académico

La mañana de 11 de septiembre de 1973 no me desperté temprano; dos días atrás habían desalojado el canal 9 y todo el tiempo me quedaba hasta tarde siguiendo las noticias. Me despertó la tía Luz, diciéndome: “Vamos, vamos, que ya todo empezó”. Vivíamos en Marchant Pereira, colindando los estanques que repartían agua potable en Providencia y en diagonal con la Embajada de Cuba. Los milicos se instalaron en el predio de los estanques, ¡venían con un cañón! Yo no lo podía creer, estaban dementes, el cañón apuntaba hacia la embajada. En el barrio había de todo: estaban los Souper, que eran del PS y se veían preocupados, entre otras cosas porque tenían la colección completa de Pensamiento Crítico (la gran revista cubana de la revolución), al lado estaban los Barrientos, que eran de izquierda y amigos míos, y enfrente Conca, que era facho y a quien desde la Embajada le volaron las tejas en el intercambio con los milicos, a los que les había prestado la terraza para que dispararan. Después llegó otro fascista llamado García Huidobro, que era coordinador de Proteco, un grupo de ultraderecha del barrio, y tocó el timbre de la casa porque la tenían registrada como de derecha -mi padre era de orientación conservadora, pero nada de militante, mi madre era bastante momia- y quería tener información sobre mis vecinos “peligrosos”. Yo me adelanté a mi madre, salí al portón y le expliqué que nuestros vecinos eran totalmente tranquilos, que eran mis amigos de mucho tiempo. Fue una pequeña colaboración, a la que sumé una exigua protesta: puse a todo volumen esa canción de los cuatro generales que cantaban los republicanos durante la Guerra Civil española, “Los cuatro generales, mamita mía, que se han alzado, para la Noche Buena, mamita mía, serán ahorcados”. Mi madre -que no solo era de derecha, sino que además había sido secretaria del Partido Acción Nacional-, no lo podía creer, aunque estaba más preocupada de subir al segundo piso para ver en directo el intercambio de disparos con la embajada. Yo también había sido de derecha, pero había cambiado después del paro de los camioneros. Además estudiaba filosofía y mis amigos, mis compañeras, la gente con la que me juntaba era de izquierda o era anarquista, y yo de algún modo lo era, y lo sigo siendo un poco hasta ahora. Pero en aquel tiempo, ¿qué?, un anarquista de derecha... De todo ese mundo había algo, esencial, que no soportaba. Un ejemplo era mi tío Eulogio, que había jugado en la selección nacional de básquetbol cuando era alto y flaco, pero que ya de gerente había perdido por completo su forma en manos del whisky. Se había convertido en un guatón, con esa panza enorme, y recuerdo que aquel martes tuve la desgracia de encontrármelo por el barrio celebrando a media mañana en la calle con un vaso repleto. Eso me pareció impresentable, me llenó de ira. A esas alturas mi corazón y mi cabeza habían girado completamente. Eso me hace recordar que a los pocos meses de que asumiera Allende hubo algo que me marcó. Resulta que los estudiantes de los diversos Colegios Alemanes habían hecho su campamento anual en Lanalhue, y me invitaron, y para regresar reservamos dos vagones del tren y cuando hicimos el trasbordo, me parece que en Laja, nos quitaron un vagón. La mayoría de rubiecitas y rubiecitos era de derecha, y un tipo que andaba por ahí con un uniforme de camuflaje me pidió que lo acompañara para que le reclamáramos al conductor. El tipo se puso a reclamar mientras el conductor lo escuchaba y miraba pacientemente; de pronto, le quitó la vista, me miró a los ojos, y me dijo: “Compañero, ahora el tren es de todos”. Me quedé para dentro, me resonó la palabra “compañero”, y por qué el tren, es decir, el país no iba a ser de todos los que lo habitaban. Era lógico, ¿no? Lo cierto es que esa frase, dicha ahí y de esa manera, se quedó en mí, me dio vueltas, creo que lentamente me transformó, diría incluso que me destinó.

Pablo Oyarzún, académico de la Facultad de Artes

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