"50 años, 50 voces" | Abel Carrizo-Muñoz, académico

El martes 11 de septiembre de 1973 yo tenía 21 años, estudiaba Actuación en la U. de Chile, Sede Valparaíso. En la madrugada supimos que la escuadra de la Marina había regresado a Valparaíso. Era la señal de que el Golpe se había iniciado. Nos reunimos en casa del escenógrafo Mario Tardito, que quedaba en la subida del cerro Polanco. Él la había ofrecido como punto de reunión antes de irse de viaje. La casa estaba repleta de literatura marxista, afiches, folletos, artesanías propias de la cultura izquierdista de esos años. No recuerdo quién empezó a instruirnos que debíamos deshacernos de todo, sobre todo de los carnet de militantes. También debíamos cortarnos la barba y el pelo largo, lo intentábamos con una Gillette vieja que lastimaba. Yo no entendía por qué estábamos reaccionando así. Con el correr de las horas, como nadie sabía casi nada de lo que estaba pasando en el país ni menos sabíamos qué hacer, de a poco todos se fueron yendo de la casa, hasta solo quedar una compañera y yo. No recuerdo por qué nos quedamos. Al rato de haber estado solos, sentimos fuertes ruidos en la puerta de abajo. Por la ventana se veía una camioneta llena de marinos con una metralleta en la parte de atrás. ¿Cómo llegaron ahí? Supongo que fue porque algún vecino nos había denunciado. Bajé las escaleras, abrí la puerta y los marinos subieron al segundo piso violentamente. Otro me sacó a tirones de la puerta y me puso con las manos en alto contra el muro de la calle. Entre las balaceras que se oían a lo lejos, yo trataba de escuchar qué pasaba arriba, donde se había quedado mi compañera. Solo un marino me vigilaba, con una ametralladora en un trípode. Yo pensaba que ya habrían descubierto que ese era un nido de “upelientos” y que habían encontrado las identificaciones de comunistas, miristas, socialistas. Imaginé que nos iban a fusilar y empecé a pensar que tenía que arrancar. Estaba a punto de hacerlo cuando me encontré de frente con los marinos que salían de la casa y se subían a la camioneta. El oficial a cargo, que era bastante joven, me hizo entrar a la casa, puso su mano en mi hombro y me dijo: “Cabro, nosotros nos vamos ahora. Apenas nos veas partir, piérdete en los cerros. Hazte humo. Desaparece. No quiero volverme a encontrar contigo”. Tiritando, subí corriendo las escaleras. Felizmente a mi compañera Gloria no le habían hecho nada. Le conté lo que me dijo el oficial, que teníamos que irnos ya. Ella temía que fuera una trampa, no tenía dónde ir, así que se quedaría cuidando la casa. Ahí nos separamos, sin reproches, deseándonos suerte. Aterrado, empecé a caminar hasta que me perdí entre cerros y quebradas que desconocía. Empezaba ya a anochecer y, de repente, vi que desde una casa me hacían señas. No sabía quiénes eran, pero insistían golpeando en el vidrio. Fue mágico: de esa casa salieron a abrazarme un grupo de mis compañeros de la U y también mi primer profesor de Actuación, Juan López. Esa era su casa. Deambulando por esos cerros había llegado inexplicablemente a su casa, donde me quedé durante una semana, esperando las buenas noticias que nunca llegaron y, de paso, preparando armas para defendernos si nos allanaban: con unos tenedores. Cuando nos dimos cuenta de lo ridículo que era nuestra preparación de resistencia… nos quedamos mirando en silencio, una eternidad hasta que nos largamos a reír y a bromear hasta el día de hoy cuando recordamos nuestros tenedores. Pienso, 50 años después, que lo único rescatable de ese día fue lo que hizo por mí aquel joven oficial de la Marina, al que jamás encontraré para al menos darle las gracias. Mal que mal, ese día me había salvado la vida.

Abel Carrizo-Muñoz, académico de la Facultad de Artes

Compartir:
https://uchile.cl/a212941
Copiar