"50 años, 50 voces" | Ana María Espinoza, funcionaria

El 11 de septiembre de 1973 yo era una adolescente de diecisiete años, y tengo de ese día, y de todo lo que siguió, recuerdos no muy gratos. Los diecisiete años de ese momento no equivalían a los diecisiete de ahora: la juventud era distinta, no mejor ni peor, pero sí más pánfila, más sana, más buena. De hecho, en mi casa no había ni televisión. Mi padrastro era de la Juventud Comunista, mi mamá pertenecía a las JAP, colaboraba con provisiones de mercaderías para los pequeños almaceneros. Ella misma tenía uno muy pequeñito. Lo cierto es que alguien dijo por ahí que mi familia era comunista, y entonces nos persiguieron, nos allanaron la casa, nos pegaron culatazos a pesar de que éramos casi unos niños. Cosas, en fin, asuntos que fueron tristes. Vivíamos en una población en Buin, esa mañana escuchamos la radio, mi padrastro trabajaba en el hospital y se informó al tiro porque todo empezó a cambiar, movimientos, sirenas, ruidos, allanamientos. Yo estudiaba de noche, así que ese día por supuesto que no fui al colegio. Dos semanas, creo, estuve sin ir al colegio. Y ese día del golpe fue más o menos tranquilo, porque insisto en que éramos pavitos y no entendíamos de política. Aunque también yo pertenecía a una agrupación, pienso que porque era muy mala para el estudio y me gustaba arrancarme del colegio para asistir a las concentraciones. Había unas micros que nos llevaban a las marchas, a las movilizaciones, y la agrupación a la que pertenecíamos colaboraba con las ollas comunes, el trabajo solidario y la construcción de lazos. Eso era lo que me gustaba a mí, colaborar en estas actividades tan lindas y colectivas. La pasábamos bien, y cuando vuelvo al ayer me doy cuenta de que eso era todo. No es que entendiéramos de política; nos gustaba participar, éramos jóvenes, usábamos nuestra energía. Lo cierto es que al cuarto o al quinto día alguien nos denunció, algún dato dio y llegaron a nuestra casa. Fue a las once de la noche, estábamos por acostarnos, incluso no teníamos luz, no recuerdo si porque aún no la habían instalado o porque esa noche simplemente la luz estaba cortada. Pero no había luz. Y los militares nos sacaron a todos al patio, me dieron un par de culatazos mientras a mi padrastro le pegaban bajo del parrón para que soltara los datos de un amigo suyo que había ido a Cuba y era comunista. Dieron vuelta toda la casa. Como éramos pobres, no teníamos ni alcantarillado, el baño era con un pozo y hasta allí se metieron a revisar. Igual no encontraron nada, porque mi padrastro alcanzó a botar todo a un canal que pasaba a metros de nuestro terreno y por el que vimos con nuestros propios ojos, durante los primeros dos o tres meses, desfilar cadáveres. Nosotros llorábamos, pero no sé por qué llorábamos. Me acuerdo de que al día siguiente mi mami abrió el negocio como si nada, y yo seguí estudiando de noche porque durante el día tenía que trabajar. Aquella noche los militares se fueron tarde, y en mi casa apagamos las velas y nos fuimos a acostar en silencio. Después no seguimos averiguando tanto, en esa época una no se informaba, lo único que sí estaba muy marcado era esto de ser de derecha o de izquierda. Esa diferencia sí que la entendíamos. Para nosotros la derecha era mala por todo lo que estaban haciendo, por esos muertos, por esas balas, por esas penas. Un día con mi mami fuimos a Franklin a comprar mercaderías para el negocio, al regreso buscamos acortar camino por un callejón por el que pasábamos siempre y un portero no nos dejó avanzar. Mi mami se puso a pelear, el portero llamó a los carabineros y nos llevaron presas con toda la mercadería. Así eran las cosas, y así siguieron, después de ese día, siendo las cosas.

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