"50 años, 50 voces" | Annie Murath, académica

El martes 11 de septiembre de 1973 yo vivía en Angol, en el sur de Chile, y lo recuerdo como un día extraño, incluso en términos de sonoridad, porque fue como si de repente todo se hubiese quedado en silencio. La mía era una familia acomodada, y algunos parientes estaban con la dictadura. En casa de mi abuela, donde vivíamos en ese momento, había quedado guardada una loza inglesa muy antigua, y esto creó una confusión: los militares irrumpieron al día siguiente en la sala porque venían a buscar a mi padre. Mi padre no tenía nada que ver con la política, era músico. Y sin embargo llegaron, no se sabía por qué, al parecer alguien había dicho que en esa casa se guardaban armas. Tiempo después supimos que quienes nos habían delatado eran nuestros propios parientes. Habían delatado a mi padre porque era músico, y para la cabeza de esas personas si alguien era músico tenía que ser también comunista. Recuerdo que yo me tomé de sus piernas para que no se lo llevaran, tenía siete años y veía que él levantaba las manos y decía que revisaran todo, que no iban a encontrar nada. Estábamos en esto cuando Benjamín Turner, un familiar nuestro que era próximo a los militares, entró a la sala gritando que a Arturo -mi padre- nadie lo tocaba. De todas maneras mi padre perdió el trabajo, nadie nos hablaba, del 11 de septiembre en adelante ya nadie más nos habló. Mi padre suspiraba diciendo que el único daño que había cometido era ser músico. A mí tampoco me hablaban en el colegio, porque para la mayoría de mis compañeros yo era la hija de un comunista. Todo era misterioso, todo estaba cifrado, en clave, y esto me llevó a crear un mundo propio, privado, un mundo del que proviene mi relación con el arte. En el 74 o el 75 mi padre se fue a Concepción porque mi tía Cristina, madre de este Benjamín Turner que habló con los militares, le envío un diario en el que venía en código un mensaje que decía: “Preséntate a la orquesta sinfónica de la Universidad de Concepción”. Debía hacerlo un determinado día, así que partió, tomó un bus y quedó en la orquesta. Tampoco nadie sabía muy bien dónde estaba mi madre. Mi abuela era una mujer muy conservadora, de derecha, pero también era un ser maravilloso y nos sacó adelante. Eso marcó mi carácter, mi modo de relacionarme. Aprendí a no tener rencor, a no tener odio a pesar de todo. Fue una gran lección la que recibí. Por eso nombro a la familia Turner, porque de algún modo fue una familia que nos cobijó, incluso a pesar de que pensaban de una manera distinta. Me recuerdo después de esa experiencia estudiando sola, haciéndolo todo sola, aunque empezando ya a participar, después de que llegamos a Concepción, en actividades vinculadas a la música y el teatro. Mis padres veían esto con algo de preocupación, pero fueron cuidadosos conmigo, me comprendieron. El arte estaba para mí por encima de todo, incluso de la historia, porque en este país la historia es algo que una y otra vez se trunca. Entonces vienen las penas, los dolores, y si una enfrenta estas cosas desde el arte tiene más posibilidades que si lo hace solo desde la política. Finalmente me hice una joven e ingresé a esta facultad, y eso fue como un aterrizaje a la realidad misma. Algo totalmente distinto. Estábamos muy agrupados, dábamos una lucha, nadie alegaba porque el ascensor estuviera malo: nuestro objetivo era sacar a Pinochet. Y por eso las protestas eran tan contundentes, tan jugadas. Los carabineros vivían entrando a la facultad, y nuestras profes, en ese entonces todas emblemáticas, eran capaces de poner el cuerpo para salvar a los estudiantes, Clarita Luz Cárdenas, Sonia Wilson. Esa era gente de verdad, gente muy excepcional. Y lo más hermoso es que lo siguen siendo.

Annie Murath, académica de la Facultad de Artes

Compartir:
https://uchile.cl/a212422
Copiar