"50 años, 50 voces" | Enrique Matthey, académico

El martes 11 de septiembre de 1973, a mis 19 años, vivía con mi familia en una casa grande y antigua de Avenida España, en Santiago Centro, aledaña a la Estación Central. Siendo el mayor de diez hermanos, seguíamos con rigor el predicamento de mi madre de no acaparar, como lo estilaban familiares y conocidos de ese tiempo, moviéndonos siempre con las tarjetas de JAP, que nos daban derecho a adquirir los productos básicos. Entonces los alimentos se expendían de manera racionada, por lo tanto, para acceder al pan los cinco hermanos mayores nos levantábamos más temprano y partíamos a una panadería que estaba a tres cuadras de la casa, para adquirir el máximo de la cuota por persona, que era de medio kilo. Luego de hacer una larga fila, volvíamos a la casa con la ración correspondiente, desayunábamos y partíamos a nuestros respectivos quehaceres. Mi quehacer en esa época radicaba en la Escuela de Bellas Artes, que estaba en el Parque Forestal, actual edificio del MAC, donde cursaba mi primer año universitario, a la que me iba caminando todos los días a causa de que en ese periodo casi no circulaban las micros. Esa mañana del 11 de septiembre, cuando me acercaba al centro, aunque los estruendosos sonidos de disparos y bombas eran tal vez más potentes que días anteriores, no llamaron mi atención, pues estaba habituado a cruzar las calles del trayecto entre todos esos estallidos con los trabajos bajo el brazo. Sin embargo, al llegar a la calle Lord Cochrane con Alameda un milico que portaba una metralleta me interceptó preguntándome a dónde iba. Yo, inocentemente, le respondí que iba a clases. “¡Qué clases! ¡Devuélvete a tu casa! ¡Éste es un golpe de estado y si continúas te pueden matar!”. “¿Y qué es un golpe de Estado?” Le pregunté, ante lo que él enfureció lanzándome una sarta de garabatos de grueso calibre que me hicieron obedecer su orden de inmediato. De vuelta en la casa mi madre, que ya se había informado por la radio de lo que estaba pasando, me explicó en detalle la situación. Entonces mi curiosidad aumentó y de inmediato corrí hacia el patio del fondo de la casa donde había un gran y viejo caqui que se encaramaba por sobre el techo, el que trepé para ubicarme detrás de un muro de adobe con la cabeza asomada dirigiendo la vista hacia el Palacio de La Moneda. Completamente inconsciente del riesgo que corría con mi atrevida acción, impresionado por las ráfagas de balazos y estruendos de las bombas, escuché el grito agudo de mi madre que me ordenaba a bajar de inmediato de ese techo. Durante el resto del día, sentados frente al televisor, me fui enterando de todo. Más tarde supimos que a una hermana de mi madre la habían tomado presa y que una hermana de mi abuela, que vivía en la población de Los Nogales, había recibido en su casa a algunos políticos para disfrazarlos y luego contactarse clandestinamente con algunas embajadas para que se asilaran en ellas. A Jaque Chonchol, ministro de agricultura de Allende, lo disfrazó de mujer y le tiñó el pelo colorín.

Enrique Matthey, académico de la Facultad de Artes

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