"50 años, 50 voces" | Eugenio Fierro, funcionario

La mañana del 11 de septiembre yo estaba regresando del sur: había ido a buscar alimentos y me demoré dos días en llegar porque los dueños de fundo, como los llamábamos, habían cortado los caminos y el bus estaba obligado a pasar por cada uno de los pueblos. Eran hileras infinitas de buses y coches, tacos y más tacos, así que llegué cuadrado. A las seis de la mañana estaba por fin en la ciudad, en el paradero en el que me habían dejado, donde me estaba esperando mi señora para llevarse las cosas a la casa. Todavía era de noche, pero estaba ya amaneciendo. Así que me vine al trabajo directo, sin pasar por mi casa, y mientras caminaba rumbo a la biblioteca, donde trabajaba en ese momento, escuché los ruidos de los aviones, a pesar de que era muy temprano. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero lo cierto es que entré a la universidad y me encerré en la biblioteca. A media mañana entraron unos carabineros armados que se fueron directo al tercer piso, donde estaba y sigue estando la oficina del decano. Yo estaba aterrado, los escuchaba corretear por los pasillos, caían los bombazos afuera y yo seguía ahí, encerrado, tratando de que no me descubrieran. En realidad pasé el día completo encerrado en la biblioteca sin hacer ningún ruido, solo, y de repente me sobresaltaron el rugido del motor de un avión que pasó al ras del techo y una estampida abajo. Me asomé hacia el patio interior y ahí vi que habían tirado abajo la antena de la radio, que era enorme. A todos los demás los amontonaron en una sala -la sala Elefante-, pero nadie se fijó en la biblioteca y ahí me quedé esperando. No sé cómo se fueron después (me refiero a los profes y los trabajadores), pero la facultad quedó vacía y yo solo me atreví a salir cuando llegó la noche. Tenía un familiar en Catedral con Cueto, y entonces caminé como una sombra bien pegadito a los muros viendo grupos de militares que sacaban gente de sus lugares y los encerraban en un camión. Era un panorama terrible, aunque por suerte logré llegar a la casa de este familiar. No probé un bocado en todo el día porque mi señora, sin que ninguno de los dos tuviéramos idea de que se estaba gestando un golpe de Estado, en parte porque eran las seis de la mañana, se llevó los alimentos que había traído para que yo no llegara al trabajo con tanto peso. Estaba muy asustado, los Hawker Hunter me pasaban prácticamente por encima de la cabeza y acto seguido se oían los estruendos. Mientras tanto las balas rebotaban contra los muros de cemento del Banco O´Higgins, que estaba detrás de la biblioteca, y caían en el mismo patio interior al que fue a dar la antena. Después, a los pocos días, vinieron los cambios. En el decanato se instaló un capitán (no sé si era un capitán o un mayor, pero sí un oficial), un controlador que nos designaron y que nos tenía a todos fichados. Ahí llevaban a toda la gente -profesoras, profesores, trabajadores-, había un civil que las hacía de juez y que nos interrogaba y, después, según sus caprichos o conclusiones, enviaba a una masa de gente a la biblioteca, a la que llamábamos la “embajada de Italia” porque desde allí se pasaba directo a la calle, al desempleo. Había un profesor, que en paz descanse, que trabajaba como soplón: señalaba a la gente, a sus propias compañeras y compañeros. Qué pena, qué triste fue todo eso.

Eugenio Fierro, funcionario de la Facultad de Artes

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