"50 años, 50 voces" | Gabriel Iñaki Uribarri, académico

El martes 11 de septiembre de 1973 yo era un estudiante secundario del Liceo 8, que queda en el centro. Bustamante con Santa Isabel. Todos los días salía con mi padre (normalmente lo hacíamos a la misma hora, alrededor de las siete de la mañana) y aquella vez fue como siempre: llegué al Liceo. Había un ambiente extraño, una atmósfera de nerviosismo o de inquietud. Me quedé un rato largo ahí, conversando con los compañeros, no hubo clases por supuesto. Yo simpatizaba con el frente de estudiantes revolucionarios -éramos chicos, teníamos entre dieciséis y diecisiete años- y algunos de ellos, casi todos de cuarto año, se habían desplazado al cordón insurgente industrial -el cordón Vicuña Mackenna, que estaba cerca del Liceo- porque esas eran las instrucciones. Esto para defender quién sabe qué, ya que nadie tenía armas ni nada de eso. Ahí hubo muchas víctimas, porque estaban los industriales y había enfrentamientos. No fui allí; había que irse del Liceo y me regresé caminando con un compañero desde Bustamante hasta mi casa de La Reina. Una distancia enorme, muchos kilómetros. Mi amigo era dirigente juvenil de la Democracia Cristiana, y por lo tanto no tenía mi misma posición respecto de lo que estaba pasando. Yo había participado de la campaña de Salvador Allende, iba a las marchas, etcétera. Eran dos mundos distintos. Y aquella mañana caminamos juntos y en el camino, los dos, vimos a gente que brindaba y celebraba con botellas de Champaña. No eran muchos, pero vimos a varios, y recuerdo que le dije a mi compañero: “esta gente que hoy está celebrando, mañana va a estar llorando”. Esto lo dije porque tenía el antecedente de lo que estaba ya ocurriendo con otras dictaduras de la región. Después caminé solo un rato (la casa de mi amigo estaba varias cuadras antes que la mía) y aquí hay un borrón, no recuerdo. Solo recuerdo que llegué a mi casa a enterrar cosas, a enterrar el Diario del Rebelde, a enterrar afiches de Salvador Allende, en fin, a enterrar cualquier cosa que fuera comprometedora. Nosotros vivíamos en una parcela (mi padre, mi madre, mis dos hermanas y yo), y ahí estuvimos haciendo pozos con una pala. Después lo que siguió fue muy oscuro, un día oscuro. Mi padre trabajaba en la Caja Nacional de Empleados Públicos y Periodistas, que estaba al lado del Ministerio de Educación, y su oficina quedaba en lo que es hoy la Sala Gabriela Mistral. O sea, pleno centro. Tuvo que volver por calle Amunátegui hasta Mapocho, darse la vuelta por atrás, y por suerte llegó, nos vimos. Y la verdad es que lo que recuerdo, en definitiva, es que aquella mañana salí de la casa con una sociedad en la cabeza en la que habían sindicatos, centros de estudiantes, organizaciones sociales -toda una vida, todo un universo- y, cuando volví, ya no había nada de eso. No había quedado nada. Tampoco mi familia, porque mi familia se desmoronó. No volvió a ser la misma, mis dos hermanas se fueron al exilio. Ese mundo que conocíamos se vino abajo para no regresar nunca más, y nosotros lo sabíamos (ese era el antecedente) porque una de ellas, una de mis hermanas, vivía enfrente del Pedagógico, en unos edificios que hay por ahí, y varios de sus vecinos eran exiliados de la dictadura de Brasil. Y ellos sabían, y por ellos sabíamos también nosotros el infierno que se venía. Y ahora yo miro hacia atrás y lo corroboro, así como corroboro todos los días esa sensación de temor -de temor y de incertidumbre- que se quedó en mí para siempre.

Gabriel Iñaki Uribarri, académico de la Facultad de Artes

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