"50 años, 50 voces" | José Miguel Candela, académico

El 11 de septiembre de 1973 yo no cumplía los cinco años, aunque por alguna razón recuerdo mucho la noche, la oscuridad, los balazos. Mi abuela y mi madre, que eran las personas con las que yo vivía, trataban de hacerme creer que eran fuegos artificiales, intentando bajarle el perfil a la cosa. También conservo con mucha precisión el momento en el que vi en la tele la imagen de La Moneda en llamas. No sabía bien qué era La Moneda, pero ya la asociaba a un edificio importante. Ver las llamas fue algo impactante. Esto al punto de que en el kínder nos pasaron unas témperas para realizar un dibujo y yo hice un manchón gigante de colores grises y cafés que representaban el incendio de La Moneda. Mi madre y mi abuela eran extranjeras, intentaron pasar lo más desapercibidas posible y la verdad es que no me fueron brindando mucha información. Querían protegerme, dejar que yo me fuera dando cuenta de las cosas a medida que crecía. Esto significó que me enteré de todas las atrocidades que la dictadura había cometido también “de golpe”, en un rapto, cuando entré a la universidad. El régimen propiciaba burbujas de información, y por lo tanto también de realidades y de vidas. La prensa no informaba nada, estaba totalmente alineada con la dictadura, y en el medio en que me tocó moverme no había nadie que lamentara estas barbaridades, o a lo mejor sí pero por miedo no podían decirlo. A los cuatro años, naturalmente, yo estaba creando mi relación con el mundo, y no tengo ningún recuerdo, por ejemplo, del toque de queda. Tal vez lo naturalicé, como si fuera parte de la rutina, algo con lo que crecí. Muchos militares en la calle, muchos carabineros en la calle, muchos uniformes verdes: tampoco fue que esto me lo hubiera cuestionado mucho. El país era así, todo era así a mi alrededor. Incluso no veía nada extraño en que un militar fuera presidente de un país, me parecía lógico, pensaba que en todas partes era de esta manera. Entonces cuando ya de más grande me enteré de que en otros países los presidentes eran civiles, no lo podía creer, lo encontraba rarísimo. Fue realmente algo asombroso. Había vivido encerrado en una burbuja, en otra realidad, y cuando entré a estudiar en la universidad fue como si repentinamente hubiera salido de una vida para entrar en otra. Tan así que mi segundo semestre lo congelé porque tuve que encerrarme a procesar toda esta información y a elaborar algo de lo que de ahora en más yo sería. A mi madre, a mis próximos, al mundo que me rodeaba le reproché muchas cosas, tuve fuertes discusiones, propias de un adolescente enojado que se resistía a comprender que simplemente habían querido protegerle la infancia. Después esto pasó, ya de grande no volví a discutir. Mi madre no tenía por qué ser la destinataria exclusiva de este arrebato revolucionario que de pronto me vino. Estaba ligado a mi descubrimiento del enorme trabajo que realizaban las organizaciones juveniles dentro de la universidad. Admiraba la energía que tenían, el contacto fluido que mantenían con los estudiantes. Recuerdo particularmente el trabajo de las juventudes comunistas, de las socialistas, de las demócratas cristianas. Estaban en la resistencia y hacían un gran trabajo comunicacional, conmovedor si se considera que lo realizaban desde el voluntarismo. El año 85 prometía ser el de la victoria, y a pesar de que no lo fue, durante el 86 (mi primer año de estudios universitarios) hubo muchísimas movilizaciones. Yo había ingresado primero a la carrera de ingeniería, y después me pasé a música y me vine a esta facultad, donde la cosa era más calma que en ingeniería porque había un consenso, todo el mundo estaba de acuerdo con que la época del terror debía acabar. Eso fue en el 88, el año en que empecé a formar parte del grupo Amauta como bajista en reemplazo de mi maestro Jorge Campos, quien en ese momento estaba con muchas cosas, y el año en el que para mí todo comenzó de nuevo.

José Miguel Candela, académico de la Facultad de Artes

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