"50 años, 50 voces" | Mario Adaros, funcionario

El 11 de septiembre de 1973 yo tenía 14 años y vivía con toda mi familia en un sector de Conchalí llamado "El Barrero". Aquel martes, antes de irse al trabajo, mi madre nos dijo a mi hermana y a mí que no fuéramos a estudiar, como si hubiese intuido algo. Así que me puse a elevar volantines, toda la mañana, y ahí empecé a escuchar el ruido de los aviones. Miré a lo lejos, el Cementerio General, el cerro Blanco de Recoleta, y al fondo divisé una fumarola inmensa. El humo subía hacia el cielo formando una nube negra, un hongo. Por la tarde mi madre hizo que nos entráramos, puso las noticias y ahí aparecieron los cuatro generales. Aunque la onda expansiva llegó al día siguiente, y fue como en las películas: entraron a nuestra población en camiones, acordonaron todo el sector y comenzaron a sacarnos de nuestras casas a culatazo limpio. Decían “los hombres para aquí, las mujeres para allá” y nos disponían en la canchita de fútbol. Nadie había causado daño, imagino que nos hicieron eso porque éramos pobres. De hecho recuerdo que uno de mis tíos era muy vanidoso y se cortaba el pelo en el centro de Santiago, en un lugar especial, donde lo dejaban muy lindo. Y mi madre me dijo que fuera a cortarme con él, que él me iba a invitar. Lo cierto es que estábamos los dos parados en medio de la Alameda y pasa uno de esos coches grandotes, lujosos, con tres tipos adentro. De pronto frenan, se devuelven y nos hacen subir. El auto era inmenso, asientos de cuero, aunque quizá yo lo veía así porque prácticamente nunca había andado en un auto. Mientras nos daban vueltas por el centro, empezaron a decirnos: “A ustedes me parece que los conozco, son de la población tal, qué andarán haciendo por acá. ¿Están seguros de que no han hecho nada malo?”. Mi tío les explicaba que no, que solo habíamos venido a cortarnos el pelo, y los tipos hablaban por radio con alguna central. Después nos bajaron y le pregunté a mi tío que por qué nos habían hecho esto, y él subió los hombros y dijo: “Deben ser policías de civil”. Todo era así; agarraban a cualquiera, y esto fue tan dramático, tan espantoso para mucha gente. Tanto sufrimiento. Todavía me acuerdo de haber visto por la circunvalación de Vespucio Norte, para el lado de Recoleta, cadáveres tirados en las canaletas. Pobrecitos. A la Facultad de Artes llegué en el 77, aunque en realidad entré como auxiliar al Teatro Nacional, que está frente a La Moneda y desde donde podía ver muchas veces a Pinochet cruzando con sus guardaespaldas para almorzar en el Ministerio de Defensa. En aquella época la Carmina Burana y todas esas obras —Otelo, Mamá Rosa— se presentaban con parafernalia, o sea con el ballet acompañado por el coro y la orquesta. Estas obras las daban en la Escuela Militar, y nosotros teníamos que ir para allá a trabajar como acomodadores. Llegaban todos los generales, los coroneles, con sus mantos, sus medallas, todo un poco nazi, y después de la función teníamos que servirles sus buenos wiscachos. En esa época estaba Félix de Aguirre, quien andaba también con su guardaespaldas armado, y a uno lo hacían formarse antes de tomar lista como en un regimiento. Este señor tenía un timbre del lado derecho del escritorio y, cuando lo apretaba, nos salía la sala a la que debíamos llevar el café o lo que nos pidieran. Nunca crucé una palabra con él, a nosotros no nos hablaba, solo nos daba órdenes. La cosa cambió cuando a la rectoría llegó Federici. Se decía que había desmantelado Ferrocarriles y que venía a la Universidad de Chile con la misma misión. Así que ahí nos unimos todos, los estudiantes, los profes, los funcionarios, y salimos a marchar cada vez con menos miedo. Fue como dicen de esas primaveras francesas, un momento muy lindo, que habría que estudiar particularmente. Después, al final, volvimos a opacarnos.

Mario Adaros, funcionario de la Facultad de Artes

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