"50 años, 50 voces" | Nuri Gutés, académica

El 11 de septiembre de 1973 yo tenía trece años, cursaba séptimo, vivía con mi madre y el mayor de mis hermanos en España, en un pueblo rural que estaba a cincuenta kilómetros de Barcelona. Las noticias sobre el golpe de Estado las recibimos probablemente durante la noche, porque durante el día cada quien se había marchado a cumplir con sus tareas. En España todavía estaba Franco, y la información que nos fue llegando la recibimos con mucho impacto, más que nada a causa de que mi padre y mi otro hermano -el del medio- estaban en Chile. Nos preocupamos mucho por ellos. Sabíamos que lo que estaba sucediendo era algo grave, dramático, pero a la vez esto nos daba la posibilidad de pensar cómo nos íbamos a reunir. No estaba decidido si ellos dos se vendrían a España o nosotros tres nos regresaríamos a Chile, pero por el momento la noticia causaba muchísima incertidumbre. Mi asunto era cómo íbamos a hacer para reunirnos; pensaba que a lo mejor no iba a poder reencontrarme con mi papá o que tal vez no volvería a ver a mi hermano. La conversación en el colegio con mis compañeros tenía algo de alarmante, todos me preguntaban qué había pasado en mi país, a cuántos habían matado, si acaso habían logrado terminar con los comunistas. En el pueblo predominaba una visión política bastante franquista, muy de derecha, y lo que yo pensaba, de lo que sí estaba segura, era que se venía un cambio muy vertiginoso. En esa época nos comunicábamos mediante cartas, así que yo sabía que para leer una carta en la que mi padre nos explicara bien lo que estaba pasando debía esperar al menos unos diez días. El pueblo estaba muy alejado y los teléfonos no funcionaban, no era fácil hablar por ese medio. Después transcurrieron unos meses, y al final nos regresamos nosotros -mi madre, mi hermano mayor y yo-, creo que a finales del 74, durante el verano y para alcanzar a prepararnos para el colegio, que comenzaba en marzo. Fue muy difícil, era muy desagradable tener a un uniformado en la puerta de nuestra casa de Ñuñoa, un barrio relativamente tranquilo pero que dejaba entrever, cada cierta cantidad de árboles, a un milico escondido. Estaban ahí, a la hora en la que una saliera estaban ahí. Se les veían los ojos, la metralleta, estudiaban quién entraba y quién salía de cada casa. Mi padre era un español que se vino a Chile a los treinta y tres años a trabajar en una algodonera -una industria de telas- y se quedó a vivir para siempre porque descubrió la cordillera y los ríos. Le gustaba mucho la pesca, era lo que más hacía en su pueblo, y quedó fascinado con la abundancia de truchas que había en estos ríos estupendos. Al punto de que decidió no regresar a España, simplemente porque consideró que esto era un paraíso. Los dueños de la fábrica en la que trabajaba eran catalanes, y él hacía de mediador entre los sindicatos de aquí y los dueños de la fábrica, que permanecían allá. Era un trabajador más, y tenía muchas relaciones, contradicciones y dolores con lo que sucedía entre los trabajadores y los dueños de la industria. Había estado en la guerra civil, y no quería saber nada de bombardeos ni de guerras ni de curas, respecto de los cuales tenía una especie de fobia. Consideraba que el gobierno de Allende había sido un verdadero desastre, pero al mismo tiempo le tenía mucho pavor a lo que podían hacer los militares. Lo afectaba tremendamente, porque lo había vivido, la división de este pueblo, y siempre nos hablaba de eso. No le parecía que todo se dividiera en buenos y malos, izquierda y derecha, socialismo y capitalismo, y yo crecí escuchando esas cosas hasta que ingresé a estudiar en esta facultad, donde cambiaron en mí, y para siempre, muchísimos asuntos.

Nuri Gutés, académica de la Facultad de Artes

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