"50 años, 50 relatos" | Violeta Lara, funcionaria

El 11 de septiembre del 1973 yo era pequeña, aunque ya estaba saliendo de la niñez y el golpe aceleró las cosas. Me acuerdo que ese martes por la mañana mis hermanos salieron a trabajar, pese a que durante la noche del lunes en mi población -la “Santa Julia”, que está cerca de este sector de Las Encinas- se escucharon ya movimientos de helicópteros. Algo raro estaba pasando. Lo cierto es que ellos salieron como lo hacían siempre, con sus ollitas y todo lo que llevaban al trabajo, y en la esquina estaba lleno de militares. Al vecino que iba delante le dispararon, nadie sabe por qué, y entonces ellos se regresaron corriendo a la casa y alcanzaron a tirarse detrás de unos cactus gigantes para que no los mataran. Así empezó el asunto: si eras pobre y no te escondías, te liquidaban. Estábamos chicos, había que hacer comida y no había ni pan. Me acuerdo que mi hermano mayor se arriesgó a caminar hasta la “Lido” que estaba cerca, y como no encontró nada siguió caminando y llegó hasta el centro, donde dio con unas marraquetas. Salió a las nueve de la mañana y eran las seis de la tarde y aún no llegaba, en la casa estábamos aterradas. Nunca entendí por qué hizo eso, quizá por el pan, pero el asunto es que cuando regresó, todo magullado porque en medio del humo y de los disparos tenía que protegerse cada tanto detrás de las ramas secas y de los espinos, nos contó todo lo que estaba pasando. Y ahí empezó el suplicio. Los milicos que merodeaban por el sector entraban a nuestras casas como si fueran suyas, daban vuelta todo, sacaban a los hombres y se los llevaban mientras la gente lloraba. Eran muy abusadores, sobre todo con las mujeres. Se habían puesto unos garitos en la rotonda de Grecia, donde por esa época no había nada, y ahí bebían durante la noche y se ponían a disparar hacia la población por divertimento, o porque estaban borrachos. Se mataban de la risa, eran unos verdaderos delincuentes. En ese tiempo este campus -el “Juan Gómez Millas”- era un peladero, nosotras vivíamos cerca y veníamos a sacar frutas. Había muchas manzanas, había muchas nueces (esos nogales que andan por ahí tienen miles de años) y había también morones, y entonces cargábamos unas bolsas y hacíamos mermeladas para ponerle al pan. Después los milicos cerraron todo, rodearon el peladero con unas tapias, pienso que porque estaban comenzando a construir este campus. Era de los Cousiño Macul, todo esto era de ellos. Pero nosotras seguíamos viniendo porque había un grifo, el agüita corría toda la noche y nuestro papá construyó unos carritos en los que transportábamos tres tambores de 250 litros cada uno. El carrito era pesado, pero el agua había que venir a buscarla cada noche. Lo otro que recogíamos era la alfalfa, porque por acá pasaba antes un canal. Nosotras hundíamos ahí las patitas, éramos jóvenes, conversábamos con los pies metidos en el agua, apartándonos un poco de la pesadilla, porque hay que tomar en cuenta que la gente de aquí era toda de la Unidad Popular. Recuerdo que uno de nuestros vecinos se había entusiasmado tanto con Allende que pintó toda su casa de rojo y, cuando llegaron los milicos, no sabía qué hacer. Lo vinieron a buscar varias veces, más que nada por el color de la casa, pero él se les había adelantado y había logrado esconderse. Otros no lo lograron, se los llevaron y nunca más regresaron. Vi todo eso con mis propios ojos, nadie me lo contó, fui testigo del tremendo daño que hicieron estos canallas. Si tuviera que detallarlo, pienso que no acabaría nunca. 

Violeta Lara, funcionaria de la Facultad de Artes

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