Visitó Chile en el marco del Seminario Lecturas Cruzadas:

Llorenç Barber: "La riqueza está en el objeto a sonar, que es la ciudad"

Llorenç Barber: La riqueza está en el objeto a sonar, que es la ciudad

"El principio de todo es un pequeño pueblo en Valencia y una familia especial, porque mi mamá era pianista y mi papá tenía nociones solfísticas también. Todo ello enlazado en medio de un franquismo desolador, en el que mi familia sublimaba el hambre -a veces teórica, a veces real- a través de la cultura, que era la música. Entonces, en mi casa se tocaba el piano, la guitarra, el acordeón, porque era la salida de emergencia para salvarse de un salvajismo muy social y muy inducido por esas dos fuerzas terribles que a todos los países nos amenazan: la iglesia y el Estado", recuerda Llorenç Barber, uno de los músicos contemporáneos más relevantes de España y quien estuvo recientemente en nuestro país invitado al Seminario Lecturas Cruzadas.

Desde que era muy joven que Llorenç Barber comenzó a sentirse atraído por lo que hoy llamamos música contemporánea, pero que en ese entonces "llamábamos de vanguardia. Eran los años en que todas las artes pretendían ser modernas, y la más moderna de todas, por la fácil simpatía con las ciencias exactas, con las matemáticas, la estadística, la cristalografía y mil otras más, era la música", explica este destacado compositor, instrumentista y musicólogo español, agregando al respecto que "ése era el momento de quedarse extasiado ante las músicas electrónicas e incluso las propias músicas sinfónicas, que habían llegado a un punto de matematicidad estocástica vía Xenakis, pero también vía coletazos de lo que se llamaba música serial".

Así, Llorenç Barber, adolescente aún, compartía esas inquietudes con sus estudios formales en el conservatorio, "una vida donde el músico tradicional tenía que cumplir con la disciplina tradicional, aunque, fuera de ese mundo, sí se podían buscar nuevas aventuras intelectuales y humanas", señala este hombre, quien en 1969 fue por primera vez a Darmstadt, ciudad alemana en la que cada verano se desarrollaba el prestigioso festival de música contemporánea del mismo nombre. "Esas visitas me alimentaban durante un año completo, porque allí los músicos enseñaban y compartían sus obras, teorías, libros y partituras. Y me transformé en una especie de predicador de lo distinto en mi propio contexto, que al principio era lo que aprehendía en ese festival", añade.

Sus experiencias en Darmstadt, sumadas también a sus múltiples lecturas, se tradujeron finalmente en la creación de Actum en 1973, agrupación que se sustentaba en la idea de que todos eran músicos, por lo que sólo había que decidirse y autodisciplinarse para trabajar en un proyecto concreto que podía ser una obra o simplemente una idea. Como explica Llorenç Barber, "el grupo Actum comenzó a recibir a personas que, por ejemplo, no sabían tocar ni un solo instrumento, a otras que eran pianistas y también a músicos que tocaban en orquestas y que se permitían acompañarnos en este proyecto. En definitiva, a personas muy distintas que en ocasiones no sabían nada, pero que igualmente venían y nos apoyaban en las mil cosas que podíamos hacer".

¿Cuál era la recepción del público ante lo que proponía esta agrupación?

Actum entregó sus propuestas a un público hambriento de cosas distintas y que buscaba, de alguna manera, renovarse. En ese sentido, tuvo una enorme trascendencia porque cualquiera podía ser músico. Por ello es que una vez finalizada la presentación, invitábamos a las personas interesadas para que se sumaran al próximo ensayo. En esa misma época empecé a conocer Silence de John Cage y contacté finalmente con un grupo Fluxus español llamado Grupo ZAJ. Entonces, tuve ese hilo directo a una de las consecuencias Fluxus-Cage, que es el grupo ZAJ, del que supe absorber toda la humanidad, exactitud, racionalidad, anarquía y zen imaginable. Al mismo tiempo, también conocí otras propuestas porque, si ZAJ habitaba Madrid, en Barcelona había toda una corriente hija de París, del surrealismo y del gran Dalí.

Con todo lo que conocía, ¿cómo iban variando sus intereses como músico y compositor?

Para mí, lo importante de esa época fue un viaje que hice a Londres en 1976, que me desplazó de mi formación germano centro europea que tenía a Darmstadt como punto de arranque. Durante ese viaje contacté con el London Musicians Collective, que es, digamos, la rama armada de lo que en aquellos años empezaba a llamarse improvisación libre. Entonces, a través de ellos conocí inmediatamente la improvisación libre y me invitaron a su festival, que ese año se llamó Music Context. Ése fue el primer festival dedicado a la música contextual, y allí hice una pieza para automóviles y otra para pájaros, convirtiéndome en amigo de quienes estaban inventando un mundo nuevo: la música contextual. Ese mismo año se publicó el libro The tuning of de world, de Murray Schafer, el gran canadiense que estaba inventando el soundscape, y yo me conseguí uno de los primeros ejemplares porque estaba en Londres y porque todos mis amigos iban con el libro como quien lleva una Biblia en la mano. Entonces, a partir de ese momento mi formación tuvo un vericueto nuevo, sólo que, como siempre, mi lectura comenzó siendo sesgada.

¿A qué se refiere?

A que no era una lectura frontal, dogmática, porque lo que hice fue tomar el perfume de ese mensaje contextual para luego, poco a poco, hacer mi propia digestión. Y ello finalmente cuajó de manera imperfecta en algo que llamé Taller de Música Mundana, inventando este grupo que tenía como premisa que no fueran músicos, porque yo veía que mis compañeros músicos estaban muy pegados a esos paradigmas tardosinfónicos, cuando lo que yo necesitaba era gente que viniera del free. Como en España no había free, el más free era aquel que no tenía formación académica, y así me tropecé con una bibliotecaria, con un arquitecto que estaba inventando su propio free vía Ornette Coleman, más tarde con un guitarrista que luego haría punk, y después con un electroacústico formado en Alemania pero que en ese entonces no sabía hacia dónde dirigirse. Con ellos creé ese Taller de Música Mundana, donde la idea era encontrarse lo más virgen posible con el contexto y hacer música contextual vía improvisación. Si no me equivoco, el primer concierto fue en 1979, de música ritual improvisada, acusmática, rara. En ese Taller trabajamos con piedras, agua, baldes y con una enorme colección de reclamos de pájaros, y a partir de ahí inventamos nuestra propia música contextual. Ése fue un paso muy importante que, con el tiempo, me llevó a las campanas.

¿Por qué?

Lo que pasó fue que, de alguna manera, nuestros conciertos ciudadanos urbanos nos pillaron muy desarrapados. Nosotros éramos muy libres y queríamos dialogar con el contexto, pero el contexto eran unos autobuses enormes más ruidosos que los de hoy, unos tranvías impresentables, una sociedad muy motorizada y muy agresiva sonoramente, por lo que nuestro contacto con la realidad urbana fue muy desigual. Entonces, acabamos de facto siendo "vencidos" por el contexto y vehiculizando las propuestas del Taller dentro de espacios más defendidos, con techo y paredes, tipo gimnasios o salones de acto, donde ese esfuerzo de la no música o de la música no sinfónica -a veces se mezclaba-, creara un discurso paramusical que tradujera amable o desgraciadamente esa imposibilidad de salir a una calle que nos era hostil. Bueno, fue en ese desarme donde inventamos a partir de los mil trastos que encontrábamos en los mercadillos de los domingos, trastos que no sabías para qué eran, pero que si ibas con la oreja abierta y con poco dinero en el bolsillo, se traducían en mil orquestas puestas en el suelo. Con eso nos alimentamos y con eso el Taller inventó. Lo más conocido del Taller de Música Mundana -grabó varios discos- fue un concierto para papel, porque iban a hacer una exposición sobre el collage y nos llamaron para preguntarnos si queríamos ilustrarlo. Ya que sois tan raros y valientes, ¿os atrevéis a ilustrarlo haciendo una orquesta de papel? Sí, naturalmente. Y bueno, nosotros lo convertimos primero en concierto para papel y finalmente en ópera para papel, donde uno de los números de esta ópera consistía en quemar tres libros de poesía al tiempo que leíamos la poesía, abriéndonos paso entre las llamas y gritando aquello que se quemaba.

¿Y en qué momento aparecen las campanas?

Este devenir me llevó a las campanas. En esa búsqueda de trastos, compré una estufa que exigía una salida de humo y, para ello, pasé por una calderería a que me hicieran la salida de humo. Estando ahí, tropecé en el suelo lleno de hollín con un trasto de metal que sonó tlinnn. Rápidamente me ensucié la mano con aquel trasto y lo compré, y cuando lo vi en casa me di cuenta que dándole de una determinada manera sonaba como una campana. Volví a la calderería y pregunté si tenía más trastos como ésos, y quien atendía me contó que se llamaban fondos de calderería. Compré algunos y en casa los colgué y los puse a sonar, que era lo lógico, porque lo que hacíamos en el Taller era buscar nuevos elementos sónicos. Volví otra vez donde el señor aquel -al ver mis manos supo inmediatamente que yo no me dedicaba a esto-, quien me dio el teléfono del lugar en el que él compraba estos fondos, donde los tenían de distintos grosores y de todos los diámetros. Allí compré ingentes cantidades, hice mi selección, construí con maderas un stand de donde colgar estos fondos, y lo convertí en mi primer campanario de bolsillo. Eso fue el año 1981 ó 1982.

¿Todavía en el marco del Taller de Música Mundana?

Todavía, pero como una especie de rama. Así como Actum se había quedado en Valencia aparcado como un grupo que tenía una noción mixta y el atractivo de agradar al público, el Taller de Música Mundana continuó inventando óperas de papel, perfeccionándolo y mostrándolo. Entonces, ésta fue una rama personal donde sólo estaba yo y mi campanario recién y mal construido, porque tuvo diversas etapas antes de cuajar en un campanario con dieciséis campanitas. Conseguí aplicar mi disfonía al fondo de calderería, un fondo de calderería metido entre los dientes y apenas vibrándolo con una baqueta blanda para que surgiera una nube de armónicos bailando. Apenas moviendo la boca con la técnica de la disfonía, hacía que los armónicos del metal se fundieran con mis propios armónicos. Así inventé un mundo nuevo para mí, que era un torpe músico que me vi inmerso en una novedad absoluta que nunca había oído yo ni mis músicos de alrededor, que era esa historia de disfonía bucal con disfonía metálica puestas en semi contacto, en roce. De hecho, algunos de mis dientes, al detener el roce, terminaron rompiéndose a trocitos porque no puedes mesurar esa pequeña vibración que, como te digo, puede tener sus pequeñitas consecuencias. Y eso me llevó a un minimalismo extremo, bello y poético que es sólo para amigos, que quedó como una especie de rama sólo para el amor, mis amigos, mi familia, la gente que me ha conocido y que me lo pide para un lugar especial. Eso fue lo que me llevó al mundo real, porque con mis campanas pude atreverme a pedir un campanario.

¿Qué fue lo que lo llevó a cambiar estos trastos que tenía bajo control para lanzarse a algo que superaba la escala humana, como un campanario?

La posibilidad, la duda y la necesidad. Si tú estás con un grupo luchando contra lo imposible, contra ese maldito motor, contra el vecino que talla, contra la gente que no tiene ganas de pararse en un parque a atender nuestra propuesta, entonces estás en un desespero. Durante diez años trabajé en un taller, en un grupo cuya misión era el contexto, hablar con el contexto. Entonces, aquello merma, la pared te vence y te recluyes en un gimnasio, en un salón o en un hall, pero las ganas siguen ahí. Entonces, cuando me encontré con las campanas pensé inmediatamente en la tradición barroca y en que yo crecí debajo de un campanario, como muchos. ¿Pero cómo yo me atrevo a ir donde un sacristán? ¿Cómo? Y la verdad es que fue muy sencillo porque luego de uno de mis conciertos con el campanario de caldererías, me llevaron a mi pueblo porque allí me habían visto en televisión o en algún sitio. Me dijeron vente, tenemos una sala nueva ahora que Franco murió y estamos haciendo una casa de cultura muy modesta. Ven y toca aquí. Fui y toqué, y una vez cenando les dije que lo que a mí de verdad me excitaba no era el campanario de bolsillo, sino aquello que tenían allá arriba. Y en vez de poner cara de espanto, me dijeron: eso está hecho. Ese cura es amigo mío y ya veremos cómo lo podemos hacer. Por tradición, todas las navidades visitaba a mi familia -en 1972 me había ido a vivir a Madrid porque tenía más posibilidades de contacto-, y como éste era un pueblito tan raro, no me atreví ni siquiera a cuantificar ni a pedir dinero ni a nada, simplemente pedí que me ayudaran. Y me encontré con un pequeño político de los de la primera democracia, un buen maestro de escuela que se creía las cosas, quien me dijo que no me preocupara. Pues bien, llegó navidades, vi todas las campanas que allá había, las estudié y me puse a escribir unas tonterías porque era lo único que yo sabía componer para un instrumento que no conocía, un tipo de escritura que ahora miro y me da risa. Me puse a ensayar con ellos, a subir y bajar de los campanarios en grupos, a comprar cronómetros y a coordinar: que este equipo se ponga allá y este otro acá, que yo me haré cargo del campanario más complejo. Y allí hice el primer concierto de ciudad, el 5 de enero de 1988.

¿Cómo fue esa primera experiencia?

Bueno, fue el primer concierto de ciudad y la trascendencia de una experiencia así, de una valentía tan impropia de un músico criado en un conservatorio y siempre encerrado entre paredes e instrumentos con tanto abolengo como es un piano, donde tienes que cortarte las uñas y vestirte de traje, significó un paso irreversible para mí. Ya no quise volver y, aunque hubiese querido, ya no era el mismo porque fue como un bautismo de fuego. Y vi, desde allá arriba, que los perros estaban excitadísimos, los policías no sabían qué hacer y paraban el tráfico, a la gente saliendo a la calle sin querer volver. Todo el mundo vivió, de repente, una experiencia comunal única que les despertó las memorias más bobas y profundas. La verdad es que todos los habitantes de la ciudad estaban ahí, extasiados, hablando o muertos de risa, haciendo lo que les diera la gana porque ahí yo no voy a entrar, porque creo que no es mi tarea sino la del escuchador. A partir de ese momento no he tenido público, he tenido escuchantes y, además, escuchantes transitorios que están en casa, que saben más de su ciudad que yo. Enseguida me llamó un etnomusicólogo con el que había hablado de campanas, quien me dijo Llorenç, tú eres un músico y yo soy un campanero. Yo seré tu orquesta y tú escribirás, y yo con mi equipo de campaneros, serios y formados, haremos lo que tú digas. Y le dije mil gracias, pero no voy a tocar ninguna ciudad que no sea capaz de comprometerse a atender la idea, a sus propias campanas y a sus ciudadanos, y también a buscar entre ellos los campaneros o no campaneros que puedan jugarse la vida al subir a un campanario para hacer sonar su ciudad. Yo me niego a bajar de un avión con mi orquesta a atar cuatro campanas, tocar e irme a una cena, hacerme la foto y marcharme. Yo no quiero ser músico para eso. Desde ese momento tuve muy claro que el contexto tiene que autoalimentarse, autodefenderse, autoatacar y autoser, porque yo soy apenas un inductor con una idea. A partir de ahí, cada vez que me llaman de una ciudad, lo primero que digo es que no están comprando una producción. Yo estoy ahí con ustedes porque llevo una idea en mi cabeza, pero la producción es la ciudad comprometiéndose consigo misma.

Imagino que esa idea de la que habla toma forma luego de que usted conoce y se empapa de esa ciudad, ¿no?

Por supuesto, para eso yo soy músico, pero ése es mi trabajo de cocina. Lo que importa no es lo que están haciendo en la cocina, sino cómo te lo sirven. Y lo que importa ya no es A ni B, sino cómo digieren, en qué postura, de qué manera capta, absorbe, regurgita el comensal. El comensal es el público, el público es la ciudad y la ciudad se organiza de maneras muy distintas, con gente que varía y que tiene que alimentar la cocina y alimentarme a mí. Por supuesto que yo tengo una idea, y me meto ahí, subo, mido, pienso, pregunto a todos: oiga usted, cuando sube, ¿qué oye? Bueno, a ésta sólo la oigo cuando el viento viene, pero normalmente no la escucho. Entonces, ellos me dan toda la información y, a partir de eso, yo invento una propuesta que soy capaz de escribir, lo que me significa mucho y significa también a los demás que vendrán a trabajar conmigo.

¿Cómo son esas partituras?

Mis partituras se convierten en muy visuales porque, a veces, los que vienen a trabajar conmigo no saben solfeo y ni falta que les hace. Por eso, para cualquier persona con buena fe, es muy fácil lograr entender esas escrituras si yo estoy cerca, porque se las explico y porque trabajamos con un esquema donde la cronología o la cronometría es muy exacta, donde los vericuetos de expresivos son muy sencillos y donde la rítmica no es nada complicada. En mi música, quien canta es la ciudad, quien canta no le pide a la campana melodías y no hay carillones entre nosotros. En Europa he tocado millones de carillones, donde entra una escritura mixta porque el carillón está muy afinado y hay que saber jugar con él, pero también soy hijo de John Cage y de todos los demás, y puedo, con apenas una técnica de antebrazo, hacer que el pobre carillón se convierta en una masa de color. La tradición de las campanas es muy distinta en el mundo católico latino en comparación con el mundo anglicano, que es muy específico, o con el mundo eslavo, que es muy rico y que tiene técnicas muy distintas de acercarse al vaso sonoro y de hacerle cantar. Y todo ello lo he tenido que aprender y he tenido que bandearme mis partituras porque se amoldan según la ciudad. Entonces, el aprendizaje que yo he tenido que hacer es de mi pueblo a toda España, un país que tiene cinco o seis idiomas y cinco o seis tradiciones diversas, desde la mudéjar hasta la vasca, donde cualquier mixto es imaginable. Pero después, cuando sales a Europa, el mundo latino y el mundo protestante luterano no tienen nada que ver, y si te acercas un pelín hacia oriente, la gran tradición eslava es otro mundo. Y cuando ya vas a esa isla infernal y bella como ninguna, que es Inglaterra, con esos tipos que van por la izquierda y que miden el mundo sin metros sino a pies todavía, pues es otro mundo, otra técnica, otro esfuerzo de encontrarlos. Entonces, hay todo un descubrimiento, un esfuerzo, un lenguaje.

Yo proporciono los estímulos sónicos elementales o necesarios para que el oidor activo o ganoso, ilusionado tal vez, pueda tener alimentos sónicos en cualquiera de sus circunstancias, porque él es el que compone, yo sólo le doy el material en bruto y hago una especie de transcurso con todos esos materiales dispuestos donde el urbanismo y la historia los dejó. Este pensamiento me ha llevado a concebirme, a vivirme de una manera distinta, más calma y poco pretensiosa porque la riqueza no está en mí, está en el objeto a sonar, que es la ciudad que cada vez cae en mis manos o que me tiene en sus redes. A partir de ahí viene la extrapolación. Por ello es que, con el tiempo, ya no pienso sólo en campanas, sino que pienso en qué tienen ustedes. Hay ciudades, como Cádiz, en las que el puerto les llega hasta la nariz del poder, el agua llega hasta apenas 100 metros del ayuntamiento, con su campanón allá arriba. Es de tontos y de ciegos no abrirse a esa maldita bendita novedad, que se llama mar.

Un nuevo elemento sónico.

Claro, y en 1990 ó 1991 concibo mi primera Naumaquia, que es un concierto donde los elementos terrestres luchan, se funden y se aman con los elementos marinos. Mi primera Naumaquia la hice en la Cartagena mediterránea, donde hay una base naval de las fuerzas españolas. Mientras escribía, me llamó un señor que me ofreció sus cañoncitos, entonces, decidí integrar todo lo que la comunidad te da, como los tambores, una tradición que tenemos en España. Aquellos que conozcan Buñuel sabrán que es un pueblito de Aragón donde lo único importante que ocurre es que una vez al año, cuando su dios muere, sus habitantes están cuidándole mediante el tambor hasta que resucita. Y rompen a sonar miles de tambores sin parar, y desde los niños hasta las viejitas se hacen daño en los bordillos de los dedos para sostener esa fuerza mística a través de los tambores. Entonces, es de estúpidos no agarrar esa tradición y, cuando yo puedo, trabajo con los ochocientos, mil o mil quinientos tambores que tengo a mi disposición. Y digo, Batallón A, te pondrás acá, Batallón B, en aquella terraza, y todo con cronometro porque, en determinados momentos, extrapolo todo lo que aprendí en las campanas hacia el puerto, los tambores, los fuegos de artificio.

Tengo entendido que aprovechará este viaje para conocer Valparaíso, como un lugar en el que eventualmente podría hacer un concierto de ciudad.

Siempre que he tropezado con un chileno me habla de Valparaíso, y cuando vine hace dos años gracias a la invitación que me hizo Luis Barrie -un amigo que también perdió el sentido por las posibilidades que las campanas nos ofrecen-, él también me habló de esto. Entonces, este sería el principio del colofón de este encuentro, para que ahora nos conozcamos, hablemos, vayamos a Valparaíso para ver quién se lo cree, con quién pactamos, de qué manera lo decimos, quién haría de motor económico y quién de motor productivo para que sonemos esa orografía humana que ya es Valparaíso.

¿Tuvo la posibilidad de conocer Valparaíso en su viaje anterior?

La verdad es que sólo he visto fotografías, por lo que tengo que ir allí y subir a ver qué esconden sus torres o sus plazas. Hay ciudades que te dan lo mínimo, que te dicen, bueno, ahí tiene sus campanas y al obispo, apáñese con él. Pero hay otras ciudades que se involucran y entonces te prestan a sus bomberos con sus armatostes inimaginables, sus policías que acaban de tener las últimas adquisiciones o sus ambulancias. Es decir, una vez que la comunidad se toma suficientemente en serio un proyecto, pues la partitura la ponen ellos. No es sólo poner el terreno baldío, sino también ese terreno humano que está lleno de posibilidades: estudiantes que en clases tienen un tambor roto, pero que tienen un tambor; coros que tienen mala voz, pero que tienen esa voz y la voluntad de ponerse en una terraza para hacer algo extra. Después, yo recojo todo el compromiso de la ciudad, lo concreto hasta el borde de lo que me dejen y tejo una propuesta. Esa propuesta luego se ensaya -un proceso que puede durar entre una y dos semanas-, se amolda y se enriquece hasta el último minuto. En ese último minuto todos estamos en nuestro sitio, divididos en tantos puntos sonoros como la ciudad lo permita, que pueden ser fijos como las campanas o móviles como ciertos vehículos. Algo que he querido hacer y no he podido, es romper la barrera del sonido, algo que aún tiene connotaciones tristes para nosotros en Europa, donde la gente todavía guarda memoria de bombardeos y cosas así, e imagino que también vosotros, porque el '73 os lucisteis. Pero, como he dicho, la decisión es de la comunidad -si alguien me pregunta, yo diría que sí- porque el concierto no es mío, yo soy sólo un propositor que da un poquito de forma para que eso se convierta en realidad, pero todos decidimos sobre la composición, su título, la duración, el momento del día, el momento del año. Todo eso lo tenemos que pactar porque, en el fondo, es la propia ciudad la que se compone a través de mí.

Por eso son conciertos de ciudad.

Por eso, porque son con la ciudad y son ellos quienes tienen que tocar. Sólo ahí adquiere sentido esta decisión.

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